Ha sonado mi móvil. Algo extraño; en estos días no funcionan bien, la mayor parte del tiempo no tienen cobertura (supongo que las antenas que hay en calles tomadas no funcionan bien). No aparecía ningún numero en la pantalla. He sentido una punzada de desasosiego. Y, a pesar de las dudas, finalmente he contestado.
Y el mundo se ha venido abajo.
Hay una cosa que una madre jamás olvida: el llanto de su bebé. El sonido que anticipaba el biberón cada noche, que anunciaba las crisis de gases, que indicaba su descontento con algo...
María estaba llorando al otro lado del teléfono.
Que quede claro. El llanto era el de María, no me cabe ni la más mínima duda. Que nadie lo cuestione, no, que no se le ocurra a nadie cuestionarlo. María lloraba quedamente, como cuando tenía sueño, como lo hizo durante todo el día después de que la vacunaramos, como cuando buscaba mimitos, como cuando estaba cargada de mocos.
Me he quedado sin palabras. He mirado el teléfono, incrédula, pero en seguida me lo he vuelto a poner en la oreja. Por Dios, era María llorando. Claro que era ella.
Cariño, he dicho de forma entrecortada, María. El llanto ha cesado durante unos instantes, como si me escuchara, como si reconociera mis palabras. Luego, ha seguido llorando, quizás un poco más fuerte, hipando como solía hacer.
Imagina las llamas heladas que he sentido. Mi hija muerta estaba llorando al otro lado del teléfono.
María, la niña que dejé unos instantes sobre el cambiador, al retirarme solo un par de pasos para coger las toallitas húmedas. La niña que giró sobre si misma a la velocidad con la que se agitan los bebés y cayó al suelo desde poco más de un metro; la misma cuya cabecita golpeó contra las baldosas sin ningún tipo de amortiguación. La bebita que quedó quieta y muda mientras el charco se hacía cada vez mayor. La que estuvo tres días en coma y finalmente se apagó cuando el interior de su cabeza fue incapaz de reabsorber la sangre acumulada. La niña que yo había matado en un descuido.
Cariño, no llores, por favor, cariño, ¿qué te pasa?
No he podido evitarlo, he caído de rodillas y he comenzado a llorar. Durante unos instantes hemos configurado un extraño dúo. De repente el sonido ha cesado. Y he quedado sola, desorientada, rota.
He permanecido mucho tiempo mirando el teléfono, sin poder pensar en nada que no fuera mi niñita rota. Hasta que ha aparecido Alpartilejo; es un cielo, me ha acogido en sus brazos y me ha ayudado a levantarme. ¿Qué te pasa, Ana, qué te pasa?, me preguntaba. No le he podido responder.
Al rato me he acordado. Alguien me dijo que recibiría una llamada inesperada.
Voy a volverme loca. Todavía más.
Ahora no me separo del móvil, quiero volver a escuchar a mi hija muerta. Confío en que si vuelve a llamar, se ría.